domingo, 27 de diciembre de 2015

La reina del hielo.

El día que la Reina murió, en el reino de las dunas y el sol comenzó a nevar.
Nadie allí había visto nevar nunca, y el temor se apoderó de todos. Horrorizados, observaron cómo el polvo blanco cubría sus plantaciones y su arena, transformando el calor en frío y atrayendo la perspectiva de un repentino futuro desconocido que, en su novedad, sólo auguraba muerte y ruina.
Es una maldición, pensaron. Una maldición por no haber cuidado mejor a la Reina; por haber permitido que falleciera presa de aquella extraña enfermedad que congelaba su cuerpo y hacía temblar sus miembros. El pueblo lloró arrepentido, viendo desesperanzado cómo su mundo se iba haciendo cada vez más blanco.
En medio del desastre, sin embargo, surgió la idea de una última oportunidad de salvación, de realizar una penitencia para recuperar aquella normalidad que tan repentinamente había visto arrebatada. Así, todo el reino se congregó en el funeral de su soberana,  que parecía aguardarles dormida y serena en su féretro de cristal.
Con los ojos cerrados, su sonrisa había desaparecido.
En vida, la Reina nunca había dejado de sonreír: en cualquier evento, en cualquier situación, ella siempre había mostrado una sonrisa que se alojaba en su mirada cuando su rostro debía mostrar solemnidad.
Esta vez no vieron nada, y la tristeza de saber perdido algo tan valioso llegó a superar la angustia de la población. Cabizbajos, los habitantes allí reunidos comenzaron a organizarse para depositar sus ofrendas y regalos junto al cuerpo de la Reina. Se encontraban allí los mejores productos y manjares de todo el reino: telas delicadas y preciosas, hermosas flores, todo un banquete distribuido en pequeñas bandejas. La gente se había esforzado en dar allí lo mejor de sí mismos.
Pero lo que en origen había sido una desesperada súplica de perdón, ahora era un acto de condolencia.
Cuando el primer hombre fue a entregar su regalo, la nieve comenzó a derretirse. El blanco se esfumó deprisa, tan diligente y eficaz como había llegado; el frío dio paso al calor de nuevo, pero extinguió en su transición el matiz abrasador que solía subyugarles; los ríos crecieron y renovaron sus aguas opacas con otras más puras y cristalinas; como después pudieron comprobar, las plantas no sólo habían sobrevivido al frío entierro, sino que crecieron más fuertes y sanas.
La nieve se había ido y, en su camino, había mejorado sus vidas.
Para cuando el pueblo pudo recuperarse de la sorpresa inicial, una aún mayor les esperaba en el féretro: La claridad que había abandonado la tierra parecía haberse asentado en el cuerpo de la Reina, transformando el tono oscuro de su piel y sus cabellos en otro níveo, tan claro que toda ella parecía reflejar la luz del Sol.

Sin embargo, el mayor misterio quedó para siempre recogido en su rostro pues, donde antes todo el mundo contempló un semblante serio y severo, había aparecido una dulce y suave sonrisa.

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